Por Mario Cando
Para el amigo, para el colega, para el compañero de mil batallas periodísticas.
Quien no ve el lado humano de las personas no podrá entender la vida en su real significado.
“¡Toma, esta cámara te va a dar de comer, esta profesión te va a sostener!”, le dijo su hermano Gerardo el primer día que lo acogió en su casa, hace cerca ya de 50 años, entregándole una cámara fotográfica que Patricio la cogió y le dio vueltas como observando el futuro, pero no la accionó aun, debía aprender mucho.
La premonición de su hermano mayor se cumplió al pie de la letra. El pasado jueves 15 de octubre se conectó virtualmente a la última sesión de trabajo, salió a la calle, captó los últimos acontecimientos acordados, más tarde se dirigió al diario, bajó las gráficas en la computadora asignada, esperó lo conveniente, se despidió de los compañeros de momento y nuevamente salió a la calle. Los cuadros de buena parte de su vida comenzaron a pasar velozmente por la cámara de su mente, como los miles de rollos y gráficas de todo orden que generaron su manos y sus máquinas.
Solo entonces se dio cuenta que era real, habían pasado 30 años de trabajo en El Mercurio, estaba jubilado, había salido por la puerta ancha y había construido y formado una gran familia.
Tenía un horario fijado en mi cabeza, dice Patricio Saquicela Rodríguez, en un diálogo ameno, junto a una taza de café negro. Se levantaba a las 04h30, a las 05h00 se aseaba y preparaba su desayuno, a las 06h10 salía de la casa hacia la parada de bus y rumbo al periódico. Las reuniones de trabajo se efectuaban a las 08h00.
Desde la declaratoria de emergencia sanitaria para prevenir la propagación del coronavirus, el 16 de marzo, hasta el 15 de octubre, asistió a las sesiones de planificación a las 07h45, vía plataforma digital.
Comenzó a accionar el obturador de la cámara, de manera pública, en el Registro Civil, allá por 1980, estuvo cuatro años y pasó al periódico Austral, durante cuatro años más, y entonces comenzó a grabar las plaquetas de otra parte de la historia de Cuenca, desde diario El Mercurio.
Recuerda que Francisco Arias, fotógrafo de Austral, le pidió que le ayude a hacer algunas fotos en blanco y negro, “a él no le gustaba mucho la cámara obscura”. Por varios días ingresaba al cuarto fotográfico del periódico, hasta que los directivos se dieron cuenta de su habilidad y le pidieron que se quede, conjuntamente con Arias. Austral cerró sus puertas el 28 de diciembre de 1989.
Durante el trabajo en dicho diario, en varias ocasiones Patricio se encontró en los actos públicos con la presencia de la señora gerente de El Mercurio, Doris Merchán, entonces surgió la invitación espontánea, el fotógrafo de entonces había salido por alguna circunstancia y estaba creada la necesidad. El 15 de diciembre de 1989 preparó su cámara, encuadró los objetivos previstos, más tarde reveló los rollos y entregó las primeras fotografías al nuevo diario en el que debería construir 30 años de su historia de vida.
Desde entonces no he descansado más que 20 días, «en una ocasión que me operé de una hernia, el médico me dio 30 días de recuperación, pedí solo 20, bajo mi responsabilidad, a los 20 días aún había algo de dolor, de todas maneras regresé al trabajo», relata. «Todo ha sido por decisión propia, siempre me han pagado las vacaciones, todo», aclara.
Señala que en el tiempo de la pandemia se ha protegido al máximo y puesto su vida y de la su familia en las manos de Dios y la Virgen del Cisne. La correspondencia es real, asegura; dos de sus hijos y sus familias, y su esposa, se contagiaron, pero superaron la enfermedad, con el apoyo de la familia y de parte de los vecinos, además tuvo que aprender a cocinar algo.
Recorriendo parte de la historia
De la historia de El Mercurio tiene mucho que contar, de entrada no se encontró con un buen equipamiento para la fotografía, pero hubo que ingeniárselas para sacar lo mejor.
Utilizaba una cámara Cannon, con rollos Kodac, en blanco y negro. Hacía todo el proceso: la captura del encuadre, el revelado, las copias en papel fotográfico y la entrega a los periodistas.
Hacia 1993 cambió la tecnología del revelado en papel, al slite, y unos cinco años más tarde empezó a manejar la primera cámara digital y por ende las computadoras. El aprendizaje ha sido contínuo, según los cambios tecnológicos que en los últimos años han sido veloces.
Como era ineludible la publicación de un partido de fútbol en la noche, u otros importantes eventos nocturnos, también era inevitable el traslado del cronista gráfico a las instalaciones del diario, en El Arenal, para el procesamiento del material, entonces el retorno al hogar pasaba la media noche.
Durante 29 días vivió en el sector de La Josefina y observó el drama de la enorme inundación. Recuerda que a los dos días del derrumbe del cerro Tamuga abordó junto a otros periodistas un bote de goma, sin ningún implemento de flote, en Challuabamba, en el trayecto habían pasado sobre los postes de la central térmica de El Descanso, troncos puntiagudos, alambrados de púas y otras amenazas, de eso se dieron cuenta porque al retorno por la misma ruta aparecieron los postes y las otras amenazas. Por alguna fuerza el agua acumulada pasaba a otro envase, “enfrentamos un gran riesgo sin saberlo”, comenta Patricio.
El trabajo era arduo, continúa, muy temprano había que estar en diferentes lugares del embalse y hacia el medio día y en la tarde retornar al diario a dejar los materiales. En ese trajín conoció a un cronista gráfico chileno a quien le facilitó un sleeping (funda de dormir), a cambio el chileno le transmitió una serie de procedimientos en coberturas de riesgos.
Dos faltas monumentales en la cobertura del colosal desagüe, el 1 de mayo de 1993, recuerda. El vespertino cuencano El Tiempo (ya desaparecido) “se comió” las fotografías en color”, que ya las procesaba, y un colega cuencano que trabajaba para el canal Ecuavisa “se comió” la cobertura del siniestro. Abandonó el campamento un días antes.
La época artesanal
Patricio Saquicela vivió parte de la época “artesanal”, “romántica”, la “etapa bohemia” del diarismo cuencano, en la que las ediciones se cerraban pasada la media noche. Hasta tanto la camaradería de los periodistas de las páginas que más tarde cerraban, junto a los diseñadores, armadores, talleristas, prensistas, crecía en intensidad, inclusive hasta el desborde del jolgorio, para amortiguar en parte el cansancio nocturno.
“Era un sueño, fue la mejor época, uno hacía lo mejor que uno sabe hacer, se ponía toda la experiencia”, dice Patricio al recordar las jornadas de cobertura, los cambios inesperados de las planificaciones iniciales, las decisiones al segundo junto a los periodistas, la aparición mágica de un cuy asado desde un cajón del escritorio apilonado de papeles del jefe de redacción, y de otro compartimento “ultrasecreto” del mismo mueble de antigua madera, de la consabida botella de licor.
“Tomen chicos, se lo han merecido, ¡pero trabajarán!; Oswi, anda, traerás una cola, no seas tacaño”. Y así por el estilo, es el recuerdo de uno de los episodios protagonizado por el jefe de redacción, Edmundo Maldonado.
Resalta con entusiasmo y asombro la memoria del «loco Maldonado», el periodista del cierre de la primera página y autor por muchos años de los editoriales y el infaltable “Mauricio”, columna conocida con el nombre ”La danza de las horas” y popularizada por Maldonado, el de los varios seudónimos: Mauricio Babilonia, José Ignacio Sáenz de la Barra, Pedro Páramo, quien hacia la medianoche del jueves 12 de enero de 1995 se dirigió a los talleres, embromó a los prensistas y salió bailando. No retornó más, un paro cardíaco lo fulminó en su domicilio.
Ahora como que ese trabajo coordinado, las decisiones conjuntas, ya no existen, todo es vía teléfono celular, mensajes de texto y uno tiene que adivinar lo que el otro quiere, en fin, son los cambios, se consuela.
De los múltiples recorridos de obras, que ahora ya no existen, recuerda uno en especial. Por la carretera Cuenca-Molleturo-El Empalme, en construcción, avanzaba la caravana a gran velocidad, en un determinado lugar algo llamó la atención del presidente Rodrigo Borja, quien pidió al conductor que se detenga, éste lo hizo de manera brusca y obligó a los choferes de atrás a hacer lo imposible para evitar el choque, pero no todos lo lograron.
Hacia el centro de la columna motorizada se produjo un impacto en cadena de varios vehículos, entre ellos el que trasladaba a algunos periodistas, uno de los cuales salió despedido por el parabrisas, pero ventajosamente solo con la ceja rota.
El presidente se bajó, observó lo que le interesaba, subió al automotor y otra vez a la marcha, mientras tanto, en el centro de la caravana, los constructores de la vía y responsables del recorrido inmediatamente se hicieron cargo de lo ocurrido, pidieron que no se le dijera nada al mandatario, curaron al herido, calcularon y facturaron los daños y a continuar la jornada.

Uno de los recorridos a la Central Paute, esta vez con el entonces prefecto Marcelo Cabrera.
También le tocó hacer de guía en la parte operativa a los periodistas nuevos, porque nadie llega sabiendo todo, en especial en el inicio de las relaciones con sus fuentes. Por ventaja todo salió bien, aunque en algunos casos con algo de resistencias y temores.
Parte de las coberturas se relaciona con las tragedias, las víctimas y las morgues, pero no todos estaban preparados para el impacto y el olor dulzón de la muerte y entonces al cronista gráfico le tocaba ingresar a registrar los detalles.
En alguna ocasión el camillero sacó la bandeja con el cadáver desde la bóveda refrigerada y salió dejando solo al cronista en el interior de la morgue. Como en ocasiones ocurren eventos inexplicables después de la muerte, ese día fotografiaba el cuerpo inerte desde varios ángulos, de pronto uno de los brazos muertos se deslizó desde el pecho y quedó en el aire fuera de la bandeja, ese momento el pánico debería haberlo sacado raudo del lugar, pero al perecer, no. Tiempo después lo contó en un ambiente de misterio.
Otro momento especial. Un sábado esperaba en la esquina de las calles Luis Cordero y Gran Colombia la apertura de un laboratorio fotográfico para aprovisionarse de rollos, minutos después de la compra, cuando caminaba hacia la calle Borrero, llegaron los encargados de una muy conocida joyería del lugar y el momento que sonaba el accionar de las puertas enrollables se escuchó una ráfaga de balas seguida por otra.
Alertado por el riesgo y la curiosidad periodística cruzó la calle hacia la acera del frente del hotel El Dorado y se parapetó tras el muro de adoquines levantados para la construcción de los planes maestros, sacó la cámara y empezó a graficar. A uno de los asaltantes le impactó una bala en el pecho y entre los gritos de dolor fue arrojado por sus compañeros a la paila de una camioneta que se alejó rápidamente del lugar.
Luego le sacaron herido a uno de los guardias de la joyería y lo subieron en una ambulancia; pero, según se había percatado momentos antes, faltaba otra camioneta, avanzó algunos metros hacia la calle Borrero, siempre parapetado tras el muro de adoquines, entonces pasó ese vehículo sobre la calle vacía, al que captó varias veces en la cámara. De inmediato apareció un vehículo del Escuadrón Volante que siguió a la camioneta, pero la patrulla se desvió por la Huayna Cápac en dirección a la Chola Cuencana mientras la camioneta gris siguió por la Gonzáles Suárez, según vio porque toda la Gran Colombia estaba despejada.
Días después se enteró por información de los agentes policiales que los presuntos miembros de esa banda fueron detenidos en Guayaquil, el momento que asaltaban a los ocupantes de un automóvil Susuki y que uno de los atacantes murió de un disparo en el pecho. La pista que siguió la Policía fueron las fotografías. Esa acción en Guayaquil siempre le dejó dudas.
Proyectos en marcha
Todos estos escenarios fueron generados por la cámara fotográfica, ese instrumento que ahora lo atesora más que nunca porque fue el motor de gran parte de su vida y lo seguirá siendo porque Patricio ya piensa en el futuro.
A partir de ahora su empeño es culminar el libro “Los 30 años de Patricio Saquicela” vistos desde la perspectiva periodística, con el apoyo de la Universidad Católica de Cuenca. Ejes como la cultura, artesanías, deportes, política, cotidianidad, estarán plasmados en las cerca de 200 páginas que contendrá la publicación.
Otros proyectos rondan por la cabeza, pero ya les irá dando forma, mientras tanto, motivado por la conversación recoge el hilo de los recuerdos y se detiene en otros momentos vitales.

En la quema del año viejo, diciembre de 2019.
El amor lo puede todo
Cuando estaba en el sexto grado de la escuela Luis Cordero, su hermano Gerardo ya recorría el mundo de la fotografía, trabajaba para El Universo y la revista Estadio. Le motejaban como “el loco de las cámaras”, andaba con tres y cuatro cámaras en el pecho, de diferentes tamaños, debía tener todo listo para cada oportunidad, porque en gran parte de los casos la fotografía es eso, oportunidad. Ahora la tecnología va superando todo, cada oportunidad se puede cubrir con el enfoque automático del lente de un teléfono celular, pero hace 50 años, imposible.
Cuando él me comenzó a tomar en cuenta le pidió permiso a mi mamá, Isaura, tejedora de sombreros de paja toquilla, para que me vaya a vivir con él y enseñarme el oficio. De algo había que vivir y enfrentar la dura situación económica de la familia, que, sin embargo, era muy unida y solidaria, como hasta ahora, siguiendo el ejemplo de sus progenitores.
Su padre Vicente, empleado de la funeraria Crespo, involucraba a toda la familia en la preparación y desarrollo de los sepelios, y con ello los educó y sacó adelante, relata poniendo énfasis en las palabras.
“Toma, esta cámara te va a dar de comer, esta profesión de va a sostener”, fueron las palabras de su hermano Gerardo el primer día que se cambió de hogar.
Los primeros centavos que generó su trabajo-aprendizaje no llegaron a su bolsillo sino al presupuesto familiar administrado por su madre. Esto hasta que el “embrujo” de una joven colegiala, del nocturno Francisco Tamariz, hoy su esposa, Norma, le aniquiló totalmente la voluntad. En pocos días estaban en el altar.
Patricio comenzó en la fotografía social: matrimonios, bautizos, grados y otros eventos, de la mano de grandes maestros de entonces como Segundo Cobos, Oswaldo Mera y sobre todo su hermano Gerardo, a cuyo estudio acudió quien más tarde sería otro de los grande fotógrafos, Eduardo Torres, por entonces canillita vendedor de periódicos. Desde esos días la vida les ha unido tanto.
Por invitación de Eduardo Torres a la fiesta de 15 años de una hermana conoció a Norma. Se quedó desactivado. A los 14 días estaban casados “por civil y eclesiástico”.
A la semana de haberla conocido le dijo “¡casémonos!”, ella respondió “¡bueno!” “Sinceramente no sabía en qué me estaba metiendo.”
El momento de inscribir el matrimonio en el Registro Civil, el celebrante formuló la pregunta de rigor ¿hay algún impedimento para esta celebración?, la voz de su hermano Oswaldo, quien trabajaba en la institución, surgió como un latigazo desde la parte posterior del recinto: no doctor, no puede casarse. ¿Cómo que no?, tengo 18 años, soy mayor de edad. Sí, eres mayor, pero, ¿sabe mamá?. No.
El celebrante les dio unos pocos minutos para que conversen y quizás reflexionen, pero imposible, si ese momento salían de ahí, seguramente ya no pasaba nada. Los novios firmaron el acta, igual los testigos, un hermano de Eduardo Torres y una señora desconocida que ese momento pasaba por el lugar, y cada uno para su casa.
Lo siguiente, lo inevitable, tendría que suceder, avisar a las respectivas familias. En la de Patricio, “hechando espuma y mandándome al Cairo” aceptaron el hecho y manos a la obra, a activar la unidad y solidaridad: yo doy la comida (su madre Isaura); yo te doy el terno; yo para darte los aros; yo la bebida; ahora sí te voy a dar personalmente el sueldo.
Al día siguiente a pedir la mano de la novia…, no, a informar que Norma ya estaba casada y que la misa era el próximo sábado. “Cuatro guambras más mocosos que yo, los hermanos del Eduardo, un primo y alguien más” se enfrentaron al apremio. El padre no salió sino una hermana mayor que se llevó la enorme sorpresa.
Llegó el sábado, el novio estuvo pronto en el altar, minutos después arribó la otra familia, le dejaron a la novia en la iglesia y se fueron. Pasada la emoción y la alegría de la fiesta, “vino el hachazo de mi madre: ¡casar se quiere, casa tiene!, te voy a dar una semanita para que veas a donde irte”. La necesidad, la decisión y el amor lo pueden todo.
Hoy mantiene una familia unida, sus suegros le admiran y aprecian, y Patricio sigue firme por la vida.
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